30.3.05

nomen omen (English version)

I have just finished reading the novel Oracle Night by Paul Auster (b. 1947, New Jersey), in a Spanish translation (Barcelona: Anagrama, 2004). A novel which is well constructed using the technique of Russian dolls: a novel within another novel within another novel…

But what interests me here is that the protagonist, the author’s alter ego, reflects upon a curious belief which I have shared since my youth: the enunciation of a future deed may occasion its fulfillment in reality. That is to say, a verbal enunciation, a word, a name (nomen), can have a performative force, conjuring the destiny (omen) and therefore determining the future. Here are some comments on the matter in Auster’s novel:

“Thoughts are real,” he pronounced. “Words are real. Everything human is real, and at times we know things before they occur, even when we are not conscious of it. We live in the present, but the future is always in us. It may be that writing is reduced to that, Sid. Not to set down the deeds of the past, but to cause things to happen in the future. (p. 235) […]

After more than twenty years of those events, I think that Trause was right. Sometimes we know things before they happen, even though we never find out.” (p. 236)
The Romans shared this superstition. They blindly believed that a verbal enunciation could determine the future. The very word for “fate” in Latin is fatum, which literally means “that which is said” (linguistically fatum is the neuter form of the passive perfect participle of the defective verb *for, “to speak, to say”).

Let us now evoke a relevant episode from the history of Rome.

We are in the year 230 B.C. The Illyrian kingdom (located on the Adriatic coast, facing Italy, in the territory that today is Albania) follows an expansionist policy under the reign of the queen Teuta. In addition, the kingdom sponsors piracy in the Adriatic, which harms Rome’s sea-borne commerce (just as in the 16th century the kingdom of England sponsored pirates who attacked Spanish galleons in the Atlantic). The Romans, after attempting a diplomatic settlement, undertake a war against the Illyrian kingdom. And in the year 229 they conquer the cities of Corcyra (modern Corfu), Apollonia, and Epidamnos. They do not depose Queen Teuta, but force her to submit to tribute and limit the expansion of her kingdom, and establish a protectorate in the occupied territories:

Illyricum

But the name of the city of Epidamnos raises a bad omen for the Romans, since they fear that their occupation would prove “to the harm” (epi-damnum) of Rome. The solution?: they change the name, introducing the already existing denomination Dyrrachium (modern Durrës, in Albania, some 30 km west of Tirana). The Latin writer Pomponius Mela, whose origin was in Hispania and the author of the geographic compendium De chorographia, alludes to this change of name:

Dein sunt quos proprie Illyrios vocant, tum Piraei et Liburni et Histri. urbium prima est Oricum, secunda Dyrrachium, Epidamnos ante erat, Romani nomen mutavere, quia velut in damnum ituris omen id visum est. (2.56)

Then they come those who are called Illyrians, and also Piraeans, Liburnians, and Histrians. The most important of their cities is Oricum, the second Dyrrachium, which was previously called Epidamnos, but the Romans changed its name, for it seemed to them an augury that would be a misfortune for those who arrived.
One final detail. As the Romans considered that the mere mention of a misfortune could cause it to take place, they frequently used a linguistic and rhetorical formula which they called aversio, in order to prevent its fulfillment (therefore with an apotropaic character, in order to ward off misfortune). The basic formula is quod di omen avertant (“may the gods avert such an omen”), although there can be variants (see Oxford Latin Dictionary s.v. omen, 2b). For example, in his fourth Philippic, Cicero mentions Mark Anthony’s intention to militarily conquer Rome and to share out the booty among his henchmen. To prevent that which is pronounced as a possibility from reaching fulfillment, Cicero adds the corresponding formula of aversio:

Quibus M. Antonius –o di inmortales, avertite et detestamini, quaeso, hoc omen!– urbem se divisurum esse promisit. (Cic. Phil. 4.9)

With these, Mark Anthony –oh immortal gods, drive away and detest, I beg you, this augury!– has promised that he would share Rome.

[English translation: Dennis Mangan]

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29.3.05

nomen omen

Acabo de terminar de leer la novela La noche del oráculo (Título original: Oracle night), de Paul Auster (New Jersey, 1947), en traducción castellana (Barcelona: Anagrama, 2004). Una novela bien construida con la técnica de las muñecas rusas: novela dentro de otra novela dentro de otra novela...

Pero lo que me interesa aquí es que el protagonista, alter ego del autor, reflexiona sobre una curiosa creencia que yo he compartido desde mi juventud: el enunciado de un hecho futuro pueda ocasionar su cumplimiento en la realidad. Es decir, un enunciado verbal, una palabra, un nombre (nomen) pueden tener una fuerza performativa, conjurando el destino (omen) y determinando, por tanto, el futuro. He aquí algunos comentarios sobre la cuestión en la novela de Auster:

“Los pensamientos son reales –sentenció-. Las palabras son reales. Todo lo humano es real, y a veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aun cuando no seamos conscientes de ello. Vivimos en el presente, pero el futuro está siempre en nosotros. Puede que el escribir se reduzca a eso, Sid. No a consignar los hechos del pasado, sino a hacer que ocurran cosas en el futuro. (p. 235) [...]

Al cabo de más de veinte años de aquellos hechos, creo que Trause estaba en lo cierto. A veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aunque no lo sepamos.” (p. 236)
Los romanos compartían esa superstición. Creían ciegamente que un enunciado verbal podía determinar el futuro. La misma palabra para “destino” en latín es fatum, que significa literalmente “lo dicho” (lingüísticamente fatum es forma neutra del participio de perfecto pasivo del verbo defectivo *for, “hablar, decir”).

Evoquemos ahora un episodio relevante de la historia de Roma. Estamos en el año 230 a. C. El reino del Ilírico (emplazado en la costa adriática, frente a Italia, en el territorio que hoy es Albania) practica una política expansionista, bajo el reinado de la reina Teuta. El reino patrocina, además, la piratería en el Adriático, que perjudica el comercio marítimo de Roma (igual que en el siglo XVI el reino de Inglaterra patrocina a los piratas que atacan los galeones españoles en el Atlántico). Los romanos, tras intentar un arreglo diplomático, emprenden una guerra contra el reino Ilírico. Y en el año 229 conquistan las ciudades de Corcyra (moderna Corfú), Apollonia y Epidamnos. No deponen a la reina Teuta, pero la someten a tributo y limitan la expansión de su reino, estableciendo un protectorado en los territorios ocupados.

Illyricum

Pero el nombre de la ciudad de Epidamnos suscita un mal agüero para los romanos, ya que temen que su ocupación vaya a resultar “para-daño” (epi-damnum) de Roma. ¿Solución?: cambian el nombre, implantando la denominación ya existente de Dyrrachium (moderna Durrës, en Albania, a unos 30 km. al oeste de Tirana). El escritor latino Pomponio Mela, de origen hispano y autor del compendio geográfico De chorographia, alude a este cambio de nombre:

Dein sunt quos proprie Illyrios vocant, tum Piraei et Liburni et Histri. urbium prima est Oricum, secunda Dyrrachium, Epidamnos ante erat, Romani nomen mutavere, quia velut in damnum ituris omen id visum est. (2.56)

Luego vienen a los que llaman propiamente ilirios, y también pireos, liburnos e histros. La más importante de sus ciudades es Orico, la segunda Dirraquio, que antes se llamaba Epidamnos, pero los romanos cambiaron su nombre, pues les pareció un augurio de que iba a servir de desgracia para los que llegaran.
Un último detalle. Como los romanos consideraban que la mera mención de una desgracia podía causar que ésta ocurriera, usan frecuentemente una fórmula lingüística y retórica, que llamamos aversio, para prevenir ese cumplimento (por tanto, con un carácter apotropaico, para alejar la desgracia). La fórmula básica es quod di omen avertant (“ojalá los dioses alejen tal agüero”), aunque puede presentar variantes (cf. Oxford Latin Dictionary s.v. omen, 2b). Por ejemplo, Cicerón en su cuarta Filípica menciona la intención de Marco Antonio de conquistar militarmente Roma y repartirse el botín entre sus secuaces. Para evitar que alcance cumplimiento lo que se enuncia como posibilidad, Cicerón añade la correspondiente fórmula de aversio:

Quibus M. Antonius –o di inmortales, avertite et detestamini, quaeso, hoc omen!- urbem se divisurum esse promisit. (Cic. Phil. 4.9)

A éstos Marco Antonio -¡oh dioses inmortales, alejad y aborreced, os lo ruego, este augurio!- ha prometido que ha de repartirles Roma.

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27.3.05

(Más) de los nombres de los días

Aunque creo que no he incurrido en errores factuales de bulto en mi anterior post, sobre los nombres de los días, sí me he deslizado en algunas imprecisiones, así que no está de más añadir algunos complementos y precisiones sobre algunos aspectos.

1) Digo "La semana de siete días (y no de ocho) se implantó en la Europa Occidental en la alta Edad Media, y precisamente por influencia cristiana: se rememoraba el hecho de que Dios hubiera creado el mundo en siete “días”, según el relato bíblico de la creación (Génesis 1,1-2,4)."

Más concretamente: la semana de siete días se implantó en el Imperio Romano antes, en el 321 d.C., por decreto del emperador Constantino I el Grande. Lo que se estaba adaptando, obviamente, era la semana judía, "lunar", esto es, de siete días. También la semana egipcia era lunar, de siete días. La semana de siete días se llama lunar porque viene a coincidir con una fase de la luna; y cuatro semanas equivalen a un ciclo lunar completo. Lo que Constantino I el Grande innovó es cuándo empezaba la semana y qué día era fiesta. En la semana judía era festivo el día séptimo, el sábado. La semana "cristiana" de Constantino empieza el lunes; y el día festivo es el séptimo, el domingo. Se escogió el domingo como día festivo porque se consideraba que fue el día en que resucitó Cristo; según los evangelios, Cristo murió el sexto día de la semana judía, víspera del sábado (Luc 24, 54), y resucitó al tercer día (Luc 24, 6), esto es, el domingo, con cómputo inclusivo.

2) Obviamente "domingo" procede de (dies) dominicus (sintagma usado por Martín de Braga) o, mejor, del acusativo (diem) dominicum. Pero esa etimología requiere que dies fuera de género masculino en el latín tardío y vulgar de Hispania, lo que explica las derivaciones del español, gallego y portugués "domingo". En cambio, en otras regiones del Imperio Romano Occidental dies es femenino: y, así, (dies) dominica da "doménica" en italiano; "dimanche" en francés; y "diumenge" en catalán.

3) Dios no creó, según el Génesis bíblico, propiamente el mundo en siete días, sino más bien en seis (Gen 1), y el séptimo descansó (Gen 2, 1).

4) Martín de Braga es santo para los cristianos; su onomástica se celebró muy recientemente, el 20 de marzo.

5) El título del post, "De los nombres de los días", obviamente evocaba el título De los nombres de Cristo de un ensayo de Fray Luis de León, con uso latinizante y arcaico de la preposición "de" (= "sobre", "regarding").

6) Agradezco cordialmente las palabras de aprecio sobre mi post (y sobre el blog) de Dennis Magan, creador del interesante blog sobre filosofía, política y literatura Mangans' Miscellany. Tomo nota también del tironcillo de orejas.

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24.3.05

De los nombres de los días

Ya que estamos en la semana por excelencia del año, en la Semana con mayúsculas, la Semana Santa, quizá no esté de más presentar una breve discusión sobre los nombres de los días de la semana en español.

Los nombres de los siete días de la semana en español son (aquí parece que estoy dando una lección de Barrio Sésamo para niños de cuatro años): lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. En su nomenclatura se documenta la combinación de dos tradiciones contrapuestas: la clásico-pagana y la cristiana.

Para empezar, el concepto mismo de “semana”, entendido como ciclo de 7 días, no es romano, sino cristiano. En la Roma clásica no existía una semana de siete días, sino un ciclo de ocho días, llamado NVNDINAE. En el primer día de cada NVNDINAE se celebraba el mercado fuera de las murallas de Roma. La semana de siete días (y no de ocho) se implantó en la Europa Occidental en la alta Edad Media, y precisamente por influencia cristiana: se rememoraba el hecho de que Dios hubiera creado el mundo en siete “días”, según el relato bíblico de la creación (Génesis 1,1-2,4).

Durante la Antigüedad tardía y la alta Edad Media los siete días de la semana se consagraban a dioses paganos, de donde tomaron su nombre:

- el lunes a Diana (la divinización de la luna),
- el martes a Marte,
- el miércoles a Mercurio,
- el jueves a Júpiter,
- el viernes a Venus,
- el sábado a Saturno,
- y el domingo a Apolo (divinización del sol).

Estas advocaciones paganas de los días perviven en la nomenclatura actual en español de los cinco días “laborables” (esto es, de lunes a viernes). Así:

(dies) Lunae > lune[s]
(dies) Martis > martes
(dies) Mercurialis > miércoles
(dies) Iovis > jueves
(dies) Veneris > viernes

Algunas observaciones sobre la anterior lista:

1) Los nombres de los días proceden de un sintagma constituido por el sustantivo dies (que acabó por elidirse, al sobreentenderse), más otro sustantivo en genitivo que designaba al dios (Lunae, Martis, Iovis, Veneris). En un caso no se usa un sustantivo en genitivo para designar al dios en cuestión, sino un adjetivo (Mercurialis).

2) La denominación del primer día de la semana debió ser “lune” en lugar de “lunes”, pero la “-s” final se añadió por obvia analogía con el resto de los días de la semana.

3) La denominación pagana de estos cinco días se mantiene en prácticamente todas las lenguas románicas occidentales: italiano, francés, catalán.

En cambio, los dos días más “festivos” de la semana, el sábado y el domingo, no mantuvieron el nombre clásico-pagano, sino que recibieron denominaciones religiosas:

- el sábado procede del sabat, el día festivo de los judíos;
- y el domingo de (dies) dominicus, “el día del Señor”.

Por tanto, la consagración del sábado a Saturno y del domingo a Apolo-sol desapareció en español y en todas las lenguas románicas (pero pervive, por ejemplo, en inglés: Saturday, Sunday).

Es curioso que en el Siglo VI d. C. el monje e intelectual Martín de Braga (520-580 d. C.) rechazara estas adscripciones paganas de los siete días de la semana, en su tratado contra las superticiones de los hombres rurales titulado De correctione rusticorum. He aquí los pasajes relevantes:


deum habent iratum et non ex toto corde in fide Christi credunt, sed sunt dubii in tantum ut nomina ipsa daemoniorum in singulos dies nominent, et appellent diem Martis et Mercurii et Iovis et Veneris et Saturni, qui nullum diem fecerunt, sed fuerunt homines pessimi et scelerati in gente Graecorum. [...] (8) Qualis ergo amentia est ut homo baptizatus in fide Christi diem dominicum, in quo Christus resurrexit, non colat et dicat se diem Iovis colere et Mercurii et Veneris et Saturni, qui nullum diem habent, sed fuerunt adulteri et magi et iniqui et male mortui in provincia sua! (9)

[Los campesinos] tienen enfadado a Dios y no creen de todo corazón en la fe de Cristo, sino que están indecisos, hasta el punto de que denominan cada uno de los días con nombres de demonios y, así, hablan del día de Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno, quienes no crearon día alguno, sino que fueron personas malvadas y criminales de la raza de los griegos. [...] Por tanto, ¡qué locura tan grande es que un hombre bautizado en la fe de Cristo no venere el día del Señor, en el que Cristo resucitó, sino que diga que él venera el día de Júpiter, de Mercurio, de Venus y de Saturno, quienes no poseen ningún día, sino que fueron adúlteros, brujos y malvados, ajusticiados vergonzantemente en su tierra!
Martín, obispo de Braga, no consiguió completamente derrotar esta superstición en Hispania, pues en español los nombres nombres paganos perviven en cinco días de la semana. Pero, curiosamente, sí lo logró en su mayor ámbito de influencia, en la Galicia sueva, como sugiere el hecho de que en las denominaciones de los días en portugués no quede rastro de las advocaciones a dioses paganos. En portugués, los días de la semana (empezando por el lunes) son: segunda-feira, terca-feira, quarta-feira, quinta-feira, sexta-feira, sábado, domingo.

La denominación de los días laborables en portugués es un hecho insólito y excepcional en el panorama de las lenguas romances, y posiblemente Martín de Braga no fuera ajeno a su origen.

Somos fruto de la historia. Conocer mejor nuestra historia es conocernos mejor a nosotros mismos. Los dos pilares básicos de la historia de Europa Occidental son la civilización clásica y el cristianismo. No sé si por ese orden y en la proporción 5-2.

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10.3.05

El poema más breve de Juan Ramón

La semana pasada visité una tienda de las que venden y compran objetos usados. Son la versión moderna, aun bajo el paraguas de una marca registrada y de una franquicia, de los antiguos traperos y chamarileros. Compré un libro por un euro (!): Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez, en una tercera edición, publicada en Buenos Aires en 1968.

Piedra y cielo

El papel es de mala calidad y el tiempo se ha puesto amarillo sobre él (que diría Miguel Hernández), pero la tipografía es muy legible y hermosa. Mereció la pena el euro que me costó el libro, aunque sólo fuera por el primer poema, que en su brevedad ocupa entera la primera página de texto:

I

EL POEMA

I

¡No le toques ya más,
que así es la rosa!


El Poema

Este es, quizá, el poema más corto y famoso de Juan Ramón, y uno de los más famosos de toda la poesía española. Desde luego su sentido último es críptico, pero parece sugerir un deseo de simplicidad y de brevedad, un anhelo de huir de toda afectación. Y ese ideal puede aplicarse a todo: tanto al estilo de vida como al estilo poético.

Siempre he estado convencido de que Juan Ramón se inspiró para su brevísimo poema en la Oda I 38 de Horacio. He aquí el texto latino:


Persicos odi, puer, apparatus,
displicent nexae philyra coronae;
mitte sectari, rosa quo locorum
sera moretur.

simplici myrto nihil allabores
sedulus, curo: neque te ministrum
dedecet myrtus neque me sub arta
uite bibentem.
Y aquí una traducción castellana, literal:


Muchacho: detesto el boato persa,
me desagradan las guirnaldas trenzadas sobre corteza de tilo;
deja de indagar dónde la rosa
crece, tardía.

Deseo que no te esfuerces, afanoso, por mejorar
el mirto: no cuadra mal contigo, esclavo,
el mirto, ni conmigo, mientras bebo
bajo la espesa fronda de la parra.
Y he aquí una imitación en inglés de William Cowper (1731-1800).


Boy, I hate their empty shows,
Persian garlands I detest,
Bring not me the late-bloom rose
Lingering after all the rest:

Plainer myrtle pleases me
Thus outstretched beneath my vine,
Myrtle more becoming thee,
Waiting with thy master's wine.
¿Y qué tienen en común el poemita de Juan Ramón y la Oda I 38 de Horacio? Pues tres elementos, al menos (mucho, si se considera la brevedad de ambos poemas):
  1. La mención de una rosa.
  2. La alocución yusiva a un interlocutor, en segunda persona.
  3. Y el ideal subyacente a ambos poemas: simplicidad. En el estilo de vida y en el estilo poético.

Simplicidad, qué hermosa palabra.

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6.3.05

Tío

En castellano actual, el lexema tío, tía tiene dos acepciones principales, distintas y algo incompatibles entre sí:

a) Tío designa a un pariente, el hermano del padre o de la madre (= ing. uncle, lat. patruus [“tío paterno”], auunculus [“tío materno”]. Ejemplo de uso: “Mi tío fue mi padrino de boda”.

b) Tío es también un término coloquial y un tanto despectivo para designar un hombre o persona cualquiera, con un sentido análogo a “individuo, tipo” (= ingl. old fellow, fellow, chap, guy; lat. quidam). Ejemplo de uso: “¿Pero qué se habrá creído ese tío?”.

La etimología del término es muy curiosa. Tío deriva del griego theios, que significa primariamente “divino”, pero que también podía usarse como título honorífico, con el sentido casi de “respetable, venerable, señor”.

Theios, ya con pronunciación itacista thios, debió de introducirse como t(h)ius en el léxico del latín vulgar de algunos reinos románicos occidentales, evolucionando luego ya en las lenguas romances: a tío en español, zio en italiano. [La aspiración se pierde en español, y se mantiene, aunque alterada, en italiano]. Una fecha probable para esta introducción del término griego en el latín vulgar pudo ser el siglo VI d. C., momento en que ya estaba generalizada la pronunciación itacista del griego. Entonces, además, el Imperio Bizantino, bajo el mando del emperador Justiniano, intentaba reconquistar y recomponer el Imperio Romano en toda la cuenca del mediterráneo. Lo consiguió parcialmente, en tiempo y espacio: logró apoderarse de toda Italia y de una franja costera de Hispania (arrebatando, en el caso español, el territorio al Reino de los Visigodos). Estas cosas no se recuerdan, pero lo cierto es que un trozo de Hispania fue territorio bizantino (es decir, griego), durante tres cuartos de siglo, aproximadamente desde el 552 al 625. He aquí un mapa de la Hispania del siglo VI, donde se marca en color naranja oscuro la ocupación bizantina:

Hispania en el siglo VI

En español el término tío era primariamente un tratamiento de respeto, aunque usado en contextos familiares o rurales, que designaba una categoría inferior a los títulos de “Señor” o de “Don”. Esta acepción antigua derivaría de la connotación respetuosa que hemos visto para el griego theios. Con esa acepción se documenta, por ejemplo, en el Lazarillo de Tormes (1554). El joven lazarillo se dirige con este título al viejo ciego:

“- No diréis, tío, que os lo bebo yo, –decía-, pues no le quitáis de la mano”.

Portada del Lazarillo, 1554

Creo que ya desde tempranamente tío se usó también en la acepción a), para aludir al pariente hermano del padre o de la madre. Pero lo importante es que el lexema, con la acepción del tratamiento de respeto que acabamos de ver, se fue desgastando, adquiriendo una connotación un tanto despectiva e imprecisa (que es lo que hemos llamado acepción b). Este proceso de desgaste pudo culminar en el siglo XIX. Y desde entonces se produce la fricción e incompatibilidad entre las acepciones a) y b) que hemos distinguido arriba.

De hecho, por culpa de la acepción despectiva b), el término tío puede resultar tabú con la acepción a). Es el mismo funcionamiento lingüístico que ya vimos en este blog sobre el lexema polvo en este post y en éste. De ahí que, con la acepción a), tío sea sustituido a veces, especialmente en el lenguaje infantil, por el diminutivo hipocorístico tito.

Y todo esto fue causado, quizá, por la conquista bizantina de Hispania, allá por el siglo VI después de Cristo.

Nota: La portada del Lazarillo reproducida arriba es la de la edición de Medina del Campo (1554), una edición desconocida hasta que se descubrió un ejemplar escondido en una casa de Barcarrota (Badajoz, España), a finales de 1995. Dicho ejemplar fue editado en edición facsímil: Lazarillo de Tormes [Medina del Campo, 1554], Mérida: Editora Regional de Extremadura, 1996.

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